—¡Hay un monstruo en mi barriga!—dijo W, alterado.
—¡Ruge con insistencia! Creo que se quiere apoderar de mí.- Indicó W a su madre, Y, mientras le jalaba del pantalón. Ella miraba por la ventana, abstraída en el movimiento de la vida que existía al otro lado del cristal. Sus ojos parecían péndulos inertes, postrados encima de unos labios que temblaban ligeramente. Blancos como las arenas de Los Roques, secos como el Guri.
—No, niño. Eso fue el perro que gruñó—aseveró con un ligero tono de regaño.
—Pero mami, sentí cómo se movía dentro de mi barriga. Haciendo retorcijones extraños, como cuando le quitan la cabeza a una culebra. O como cuando estoy en la moto del tío K y me vibra todo el cuerpo.—dijo W, con una acertada descripción. Tan acertada que Y no lo soportó.
—Niño. Esas son ideas suyas. Váyase a dormir que al rato se le pasa—lo interrumpió Y, sin haber notado que no eran horas de dormir. Se acercaba la hora de la cena, pero ella continuaba concentrada en la ventana. W la tocó y se sentía fría como el agua en la madrugada.
—¿Hoy comemos?—le preguntó.
Esa pregunta siempre la hundía un poco más. Recordó que se había hecho un poquito de agua caliente con azúcar, ya fría para cuando volvió a tomar.
—Mi niño, vaya y pregúntele a doña G si te puede fiar una empanada… —dijo Y. W siempre tenía suerte consiguiendo empanadas fiadas, pero últimamente la deuda que tenían con doña G pesaba más que su buena fe.
W salió correteando escaleras abajo. Sus chanclas hacían el sonido de pequeños galopes, generando la idea, para quien estuviera escuchando, de que un caballito recorría los pasillos del edificio.
El puesto de doña G se encontraba cerca de la parada de mototaxis. Una cava de anime, un termo de café y un pote de jugo de melón descansaban sobre una mesa de plástico que la doña siempre armaba a partir de las 6pm. El suculento olor del guiso de pollo que usaban para rellenar las empanadas despertó al monstruo que W tenía en su barriga. W frenó su rápido y exaltado paso, mutando a uno más vacilante e inseguro, y se dirigió lentamente al puesto. Doña G se encontraba ocupada atendiendo a 3 personas que se habían comido 2 empanadas y un jugo, una arepa y un café y dos arepas y dos jugos. 800 Bs, 700 Bs y 1600Bs respectivamente. W los miraba y el monstruo se empezaba a mover, parecía que quería salirse por su boca porque le salivaba mucho.
—No, niño, no me vengas a pedir más nada a menos que tu mamá te haya dado billetes ¿Tienes billetes?—le dijo Doña G a W sin quitar la mirada de la plata que estaba contando para dar el vuelto.
—Doña G, es que tengo un monstruo en mi barriga—balbuceó W—, hace un ruido nefasto. Como el autobús dañado de Don J o la moto del tío K cuando acelera.
Doña G no levantó la mirada, se quedó en silencio un buen rato tratando de evitar la mirada de W, quien la observaba insistentemente. La tensión seguía creciendo, logrando ya un silencio incómodo. El hombre de las dos arepas y los dos jugos se aventuró a interrumpir el no-sonido.
—Chamito, yo te compro una arepa si me haces un pequeño favor ¿Va?—dijo el hombre. Doña G por fin levantó la mirada, aterrada. Intentando buscar las palabras para cortar la comunicación que se había iniciado.
—¡Va! ¿Qué tengo que hacer?—dijo el monstruo de W.
—Ven conmigo, es algo fácil. Sólo llevas unos paquetes a unos lugares y ya. Si lo haces bien, te sigo dando mandados… y quién sabe, de pronto trabajas para mí ¿Qué edad tienes tú?—siseó el hombre, mientras sacaba la plata para pagar otra arepa. Doña G seguía al margen pero a la expectativa.
—9 años, señor—dijo W.
—Tas’ chamito vale. Tú hazme caso, no preguntes mucho y te cuidaré bien. No hay nada peor que tener un monstruo en la barriga, dígalo ahí, Doña G. Una arepa pal’ chamito.